Recordé el día aquel en que me abordaste para no dejarme sólo con este peso de la existencia que se me hacía dolorosa cada día y cada noche. No era feliz y buscaba por donde no era aquello que me diera la libertad para dejar de estar atado a la depresión que rondaba y me acechaba con caricias y dulces palabras. Entonces buscaste el momento y el modo para sorprenderme tan misericordia y tan liberador. No te buscaba, o tal vez te buscaba indirectamente en aquellos sitios y actos que no me recordaran a ti, pues a la edad de doce años decidí vivir sin tu ayuda y me dediqué a coleccionar argumentos que negarán tu existir. Papá era el mismo y todo parecía que no podías... o no existías.
Una etapa de cariño y espanto, de ven aprisa a socorrerme porque soy un niño que no entiende del sufrimiento de mamá y de mis hermanos. Una etapa de frustración terrible diciendo casi siempre ¿dónde estás? Una etapa de resentimiento y guerra, de indiferencia a ti y a todo aquello que me recordara a ti. Algunas treguas y después mi fastidio conmigo mismo por permitirme ablandamientos que el materialismo histórico y dialéctico me cobrarían caro porque entonces podía ser considerado un tibio y un cobarde agnóstico. O eras o no eras; o eres o no eres. Y quise ser.
Por eso el amor me llegaba como un remedo de consuelo y de obsesión posesiva para sumir y retener desde mi propuesta mesiánica todo el cariño y todo el ser. El amor en mí no era amor sino una colonización para la esclavitud. Me bastaba gozar de caricias y promesas, de placer y sensación. Por eso volaron asustadas todas las que se propusieron regalarme paliativos de consuelo y yo ciego de mí porque no quería ver ni saber de ti.
Pero llegaste cuando no te esperaba y te encontré cuando no te buscaba. Dispusiste todo con tanto amor especial porque simplemente lo querías así. Una nueva etapa se abría entonces cuando todo me parecía tan doloroso y asqueroso, tan sin sentido, tan nefasto y tan placer gozoso y hambriento de fantasías e ilusiones adictivas de hedonismo sin fin. Entonces llegaste y te encontré. Pero a los ojos de todos llegué y llegué a casa de unos bellos hermanos que me dejaron perplejos por su modo de ser y vivir. La verdad fui por cierto interés de amistad laboral porque tantas cosas se dicen de este modo de vida que agradecí mi suerte. Y mira que sólo hablan de ti y yo detectando algún diálogo de lo que cuentan muchos, pero nones; y pasan como tres meses y de tanto trato y de tanta intriga me propongo a escuchar qué tanto habla -de sábado en sábado- ese curita ensotanado del Opus Dei. Y entonces me abordaste y me sorprendiste porque me hirieron aquellas palabras que más o menos sonaban así: "porque Jesucristo que es Dios..." Locura lógica al principio parecía decir mi razón, pero temor profundo empezaba a brotar desde mi interior porque supe que en ese instante se alojó en mí un entendimiento que no es producto de una deducción racional experimental. Creí que la locura había colocado su primera bandera y pensé que era el inicio de mi final.
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Ordenación de Diácono |
Me fui herido y no dejaba de desangrar por dentro pues todo me parecía tan claro y tan verdad. Descubrí que jamás me habías abandonado, que siempre estuviste conmigo porque no eres un Dios que está arriba en su cielo rascándose la panza todos los séptimos días, sino que eras un Dios que apostaste por mí de tal modo que compartes mi condición no de manera poética ni metafórica sino esencial. Qué terrible fue entender que no sólo me conoces por ser el omnipotente y el omnisciente sino porque eres parido de mujer como yo. Más todavía, por haberte hecho pecado para que pueda vivir junto a ti, en ti y por ti para siempre en comunión con todos aquellos que se acogen libremente a tus brazos. Me supe niño, me supe ignorante,... me supe consolado y libre.
Y todo hubiera acabado allí pues aunque anhelaba hondamente ser parte de ese bello grupo de personas, parece ser que no me querías entre ellos porque no vieron cualidades en mí que prosperasen más allá de lo ordinario. Sin embargo sabiendo tú mi condición caída y mis grandes aguijones que me hacen llorar por el amor grande con que te muestras y la evidente contradicción con que vivo, quisiste llamarme a tu lado de modo especial en esta mi amada Arquidiócesis. Sabes del enorme temor que padecí ante tal propuesta tuya y vivida en lo más hondo de mí. Pues hasta el día de hoy considero que es demasiado para mí poder comer tu Cuerpo Sacramentado, ya que me digo ¿qué soy? ¿qué tengo en mí que me lo haya dado yo? ¿y qué mérito he acumulado en estos años de vida lejos de tu presencia? Nada, nada, ni la imagen y semejanza tuya es mía y dándote como te me das ¿quieres darme más de lo que merezco? Sabes que te rogué muchas veces que no me buscaras para darme aquello que es demasiado para mí porque mi grande temor es fallarte y perderte una vez más. Me hice el sordo, el desentendido, propuse creer que todo era un estado mental por la alegría de saberme libre; y tú insistiendo en este pobre mil veces pecador. Te argumenté que soy un tipo algo voluble conmigo mismo, que ni yo mismo me fío de mí... y dijiste aquello que no sé decirlo pero lo entiendo bien.
Definitivamente, aquella vez, en aquel lugar, con aquellas bellas personas, la locura había colocado su primera bandera y desde entonces ando por este mundo medio loco de ti y por ti. No te buscaba y te encontré y me encontraste y desde aquel día tu cercanía ha sido como sentirme a mí mismo; la vida ha sido tan distinta desde la alegría y el dolor. Voy aprendiendo de ti, voy aprendiendo. Aprendiendo todo de nuevo desde esta nueva etapa que es el inicio de aquello que me regalas ciertamente sin merecerlo. Ayer fui laico, hoy soy clérigo. Sigue dándome la alegría, Dominus, que es lo mismo decir: "enamórame siempre para vivir amándote y para morir amándote".